Por Víctor Herrera.
“Aquelarre” es la teleserie chilena de mi infancia que más valoro. Es, por estrecho margen, aquella que yo salvaría del olvido si me obligaran a elegir solo una. No es tan simple explicar por qué, especialmente considerando que está inserta en una época repleta de producciones sobresalientes de la señal pública, varias de las cuales suelen ser más y mejor recordadas, ya sea por su recreación histórica y contundencia sociopolítica (“Pampa Ilusión”), por su retrato intercultural y geográfico (“La Fiera”, “Romané”), por su colorido reflejo de la popularidad (“El Circo de las Montini”), por icónica en la memoria colectiva (“Sucupira”) o por históricas cifras de audiencia (“Amores de Mercado”). Pero la reciente reemisión de la última teleserie del pasado siglo me ha permitido apreciar sus fortalezas y debilidades. Y creo que, tratando de sobreponerme al sesgo de la mera nostalgia y consciente de que no todo en ella ha envejecido bien, puedo confirmar que es mi favorita y explicar por qué.
La historia del segundo semestre de 1999, dirigida por María Eugenia Rencoret y escrita por Fernando Aragón, Arnaldo Madrid, Hugo Morales (autor de la idea original) y Nona Fernández, es uno de los ejemplares más completos que he visto en la televisión chilena. Sé que es una idea demasiado amplia y atrevida para desarrollar en poco texto, pero intentaré dar algunos trazos.
De partida, el relato se sostiene en cuatro pilares fuertes muy bien concebidos que debiesen ser premisas de cualquier historia que aspire a la memorabilidad: espacio, personajes, conflictos y temas. Y al menos tres de ellos están a un nivel extraordinario.
En cuanto a espacio, la sensación de que el pueblo de Aquelarre existe en la ficción se debe no solo al trabajo de construcción y elección de locaciones, sino a la concepción y configuración de cada uno de los lugares que se habitan y mencionan. La casa de las Patiño, la tienda de vestidos de novia “La gran ilusión”, los invernaderos de Elena Vergara, la quebrada de La Rosa, el jardín secreto de Jorge Patiño, las localidades colindantes como La Rufina y Río Claro y un largo etcétera son sitios vívidos, con propósitos narrativos claros y que ayudan a visualizar de manera creíble la geografía de un pueblo rural y la vida cotidiana en este.
Los personajes, por su parte, constituyen un abanico de lo más variado, con muchos casos destacados que se mueven desde el drama desgarrador a la comedia más liberadora. Algo común en las teleseries a lo largo de los años, pero aquí hay dos aspectos particularmente notables en torno a la construcción de los roles. En primer lugar, muchos transitan de un registro a otro. Solo por nombrar algunos: Bernarda puede ser divertida y terrible, Poncia puede provocar sonrisas con sus rimas interminables y generar conmiseración con la vulnerabilidad de su situación, Chela puede ser cómica en su delirio arribista, pero una dimensión dramática emerge por momentos en su relación con su hija Lorena.
El segundo aspecto notable con respecto a los personajes es la matización del lugar antagónico de un modo que evita la caricatura (aunque por momentos se juegue con ella) y que es poco usual en el formato melodramático. Aquí no es posible diferenciar tajantemente entre héroes y villanos. Por muy poco éticas que sean las acciones de varios, todos los roles antagónicos pasan por diversos estados y poseen un gran arco de redención. Diego, quien a lo largo de la historia muestra luces y sombras, finalmente se resigna a su destino sin Emilia, acepta a Juan Pablo como su hermano y busca consuelo en el extranjero. Eduarda, ya sea como estrategia para lidiar con la vergüenza o por redención genuina, se reconcilia con su entorno y se refugia en su fe y en un convento. Incluso Silvana, quien quizá más calza en el prototipo de villanía, es de ayuda fundamental para que Ignacio descubra el misterio del pueblo, y aunque no consigue su perdón, podemos ver en sus últimas escenas cómo su supuesta frialdad y sus anhelos exitistas quedan opacados por el sufrimiento. Y el caso más emblemático es el de Elena, antagonista principal, personaje de matices por excelencia y el más complejo, con un pie en la manipulación inescrupulosa y otro en su sensibilidad y amor por los suyos. Su redención no puede ser más que un proceso tan difuso como ella misma, un arrepentimiento a medias y forzado por las circunstancias, eludiendo el escarnio público hasta el final y “reparando” un daño sin reconocerse como artífice de este.
Podemos no estar de acuerdo con toda reivindicación, especialmente cuando algunas son tan extremas y aceleradas que se sienten algo forzadas (Eduarda) o tan a pesar del personaje que se sienten inmerecidas (Gonzalo). Pero la ficción no tiene por qué encontrar acuerdos en todo con sus espectadores, ni siquiera en uno de los formatos más condescendientes como es la telenovela. Y lo valorable aquí es esa carga de humanidad que conlleva complejizar el rol antagónico.
Los conflictos, que son el motor de cualquier historia, optan por la vía clásica: el despecho amoroso como móvil de venganza, el triángulo central convencional, los amores separados por las diferencias sociales, la disputa por el poder y las tierras, las enemistades familiares y los rencores del pasado. No obstante, la estructura es sólida y orgánica, gracias en parte a lo bien definidos que están los núcleos que los personajes componen. Y es con cuatro principales núcleos familiares que emergen los temas de la historia.
Las Patiño, que por estética y costumbres parecen sacadas de otra época y se vinculan intertextualmente de manera evidente con los personajes lorquianos de “La Casa de Bernarda Alba”, forman el núcleo más icónico. Bernarda Álvarez, cabeza autoritaria de una familia de mujeres, impone un estricto conservadurismo católico al que todas sus hijas se rebelan de alguna manera: teniendo sexo a escondidas con el Toro Mardones (Eduarda y Rodolfa), perdiendo la cordura y el sentido de la vergüenza (Rodolfa), rompiendo su compromiso a última hora e iniciando una relación con un hombre sin interés en el matrimonio (Emilia), casándose contra la voluntad de su madre con un hombre que esta no considera a su altura (Gustava) y desacatando los mandatos de expresión que le imponen por ser mujer (Ricarda). Esas subversiones individuales (nunca colectivas) son la base de la comicidad y el dramatismo de una familia comandada por una viuda en permanente estado de conmoción, demasiado preocupada por las apariencias y la opinión pública y que idealiza a su difunto marido al punto de decretar un luto perpetuo.
Los Guerra, por su parte, componen un grupo que por género es en apariencia el contraste de las Patiño, pero tienen más rasgos comunes que distintivos. Fernando es padre de una poderosa familia de hombres donde prima el machismo, el prejuicio y el clasismo. Las fragilidades del patriarca y de sus hijos quedan expuestas en el devenir amoroso de estos últimos, en las relaciones basadas en la diferencia de clase (Gonzalo y Marcelo), en la hombría herida por la humillación no tolerada que saca lo peor de algunos (Diego y Gonzalo), así como en la llegada del sobrino que no cumple con todos los estándares de masculinidad tradicional (Cristián).
La familia Huidobro Vergara es el núcleo más inclasificable. Liderada por la inescrutable Elena, quien tiene un complicado vínculo con Juan Pablo, su único hijo y recuerdo permanente de su dolor, y una relación no mucho más fácil con sus dos hijas que no pueden ser más disímiles una de otra: Alelí, que tiene toda la personalidad y seguridad en sí misma que no tiene Camelia, aunque esta última goce de toda la empatía y complejidad de la que carece la primera.
Por último, las Meneses Ponce forman el conjunto más modesto en lo argumental y el más periférico respecto a los conflictos centrales (a diferencia de las tres familias principales, esta no tiene ninguna incidencia en el gran misterio de la teleserie). Pero es el núcleo más desopilante en lo estético. En ese sentido, la figura que más resalta es Chela, cuyo arribismo hecho comedia y parodia de telenovela mexicana arrastra gran parte de las acciones del resto de la familia, especialmente de su hija Carolina.
En torno a esos cuatro núcleos familiares se congregan y transitan los demás personajes: las temporeras que trabajan para Elena y se hospedan en la pensión de Chela, los empleados de cada familia, el cura del pueblo, el lechero, la directora del colegio, los aliados y aliadas, la mayoría con conflictos propios, pero todos formando un carismático microcosmos de relaciones sociales.
“Aquelarre” no podría hacerse hoy tal como se hizo hace veintiún años. El mundo evoluciona y una historia donde el género y la sexualidad son tan relevantes ya no debiese contarse de espaldas a la diversidad, de modo que ya no bastaría con representaciones simbólicas o subrepticias de la disidencia limitadas a la expresión (Ricarda, Cristián y Lorena). Por otro lado, cierto machismo normalizado debiese tener un contra-discurso más potente, y una teleserie contemporánea no podría permitirse un personaje como Benito, con el cual a través de la comedia se trivializa el acoso a adolescentes y la difusión de material pornográfico. Pero esto último es un punto negro que no merma las virtudes del conjunto.
Puede sonar anacrónica hoy en día (y también en su año de estreno) una historia donde el más grande anhelo de muchas mujeres es casarse y la mayor tragedia es ser plantada en el altar, donde la feminidad parece representada en las frágiles flores de los invernaderos de la mujer más poderosa del pueblo y la masculinidad asoma simbolizada en los salvajes caballos del terrateniente de la zona. Sin embargo, todo aquello está a simple vista de tensiones mucho más ricas que se descubren conforme avanza la trama. Porque ni Elena es la fragilidad encarnada ni Fernando carece de debilidades.
En la superficie, “Aquelarre” es una teleserie que toma premisas clásicas y simbolismos obvios, que seduce con su realismo mágico y su historia de un pueblo de mujeres de concepciones arcaicas “condenadas” a la soltería y desesperadas por hallar un hombre, que se pasean de noche vestidas de novia y que son víctimas del dolor ajeno: la maldición de la bruja Abigaíl Gutiérrez perpetuada por Elena Vergara. En lo profundo es una carta de amor a la telenovela misma, que abraza muchas convenciones del género al tiempo que parodia otras. Un retrato satírico y ameno, a veces consciente y otras veces espejo naturalizado de su tiempo, sobre diferencias sociales, conservadurismo, clasismo, arribismo y machismo. Y creo que es todo eso, y no solo su contexto campestre, lo que la vuelve un relato profundamente local y una producción rotunda para terminar el siglo. Y una teleserie que se sobrepone como pocas al envejecimiento del género, que yo feliz volvería a revisionar en unos años más fingiendo durante más de cien capítulos que no sé quién se esconde tras el velo de la verdadera Novia de la Noche.
Fotografías gentileza TVN.